lunes, 11 de abril de 2011

El banco del parque

Perfilando las últimas lloviznas de otoño la muchacha que se sentaba habitualmente en el banco más vistoso del parque se recogió el pelo haciéndose un vigoroso trenzado con la rama que había recogido del suelo caída de un abedul cercano. Todo el parque permanecía en silencio, más aún cuando los pájaros se escandalizaban por cualquier motivo y piaban más fuerte de lo normal, el ruido de los motores de los coches se oía de lejos, allá, en una carretera cercana que bordeaba ambos lados de la acera donde estaba situado el parque que yo observaba a través del cristal de mi ventana todos días.
Sucedió que un día, al ver llegar a la muchacha noté algo extraño en sus facciones, resplandecía excepcionalmente, pequeñas gotas de agua cristalizadas brillaban en sus mejillas que aquel día percibía pronunciadamente pálidas. Saqué entonces mi cabeza más descaradamente por la ventana intentando apreciar con más claridad su gesto pero aún así, desde mi desafortunada posición no pude divisar más que lo sombrío de su semblante. Me quedé mirándola durante largo tiempo como había hecho otras veces, pero esta vez no podía apartar mi atenta mirada de su expresión. Había momentos en los que dudaba si dormía o seguía despierta, sus ojos estaban nublados por una intensa niebla y no parecía estar mirando hacia ningún lugar en concreto. Me preguntaba dónde iría su pensamiento, tan lejos parecía estar del parque que me inquietaba la idea de que no supiese dónde se encontraba en ese preciso instante. Las palomas se acercaron a sus pies esperando recibir la ración diaria de pan que les proporcionaba cada día pero aquel día ella no las vio, a pesar de que éstas le propinaban puntiagudos picotazos en las piernas para que se diese cuenta de su presencia. La muchacha parecía haberse quedado congelada pese al sol primaveral que comenzaba a asomarse entre las nubes de un pasado otoñal, las gotas cristalinas que envolvían sus mejillas la habían congelado. Las palomas cesaron en sus súplicas y abandonaron los pies del banco en el que ella se hallaba. Mas, ella no se inmutó en lo más mínimo, seguía allí sentada, envuelta en una insondable bruma y petrificada como una figura de hielo cristalizado. Con el fin del día llegó la noche y ella seguía allí sentada, absorta, inmóvil. Al despuntar el día no la vi moverse y pasadas las semanas las palomas ya habían marchado en busca de su sustento a otro lugar. Su cuerpo se deterioraba con el paso del tiempo, cada vez ocupaba menos espacio en el banco pero su semblante seguía siendo el mismo. Un día me asomé por la ventana y miré hacia su banco, seguía allí, al igual que una estatua, pero algo había cambiado, esta vez sí estaba seguro, se había quedado dormida, ya no había niebla en sus ojos, me di cuenta de que su cuerpo estaba completamente rígido y que había adquirido un ligero color grisáceo. La gente pasaba y se quedaba admirando aquel maniquí de piedra cuya presencia anteriormente les había pasado desapercibida. Todos contemplaban aquella estatua de piedra apoyada sobre el banco durante unos segundos y se preguntaban quién había tenido la insolencia de colocar una estatua tan triste en un lugar destinado a ser alegre. Nada más volver la cabeza hacia el parque olvidaban su fugaz pensamiento y dándole la espalda a la figura de piedra proseguían despreocupados su camino.
Perfilando las últimas brisas de primavera el anciano que se sentaba habitualmente en el banco más vistoso del parque colocó su bastón junto a su asiento y recogió del suelo una pequeña rama de abedul caída de un árbol cercano que había ido a parar a sus pies. Todo el parque permanecía en silencio, más aún cuando los pájaros se escandalizaban por cualquier motivo y piaban más fuerte de lo normal, el ruido de los motores de los coches se oía de lejos, allá, en una carretera cercana que bordeaba ambos lados de la acera donde estaba situado el parque que yo observaba a través del cristal de mi ventana todos días.
Sucedió que un día, al ver llegar al anciano noté algo extraño en sus facciones, resplandecía excepcionalmente, pequeñas gotas de agua cristalizadas brillaban en sus mejillas que aquel día percibía pronunciadamente pálidas...
Todos contemplaban aquella estatua de piedra apoyada sobre el banco durante unos segundos y se preguntaban quién había tenido la insolencia de colocar una estatua tan triste en un lugar destinado a ser alegre. Nada más volver la cabeza hacia el parque olvidaban su fugaz pensamiento y dándole la espalda a la figura de piedra proseguían despreocupados su camino.
Perfilando los últimos rayos de verano el niño que se sentaba habitualmente en el banco más vistoso del parque colocó su balón sobre sus piernas y comenzó a juguetear con una pequeña rama de abedul caída de un árbol cercano...
Fin.
By Susana.

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