lunes, 7 de octubre de 2013

Los desoxigenados: 2ª parte


Buceé a lo ancho de las aguas, observándolo todo a mi paso; y progresivamente iba cortando aquel líquido sazonado con mis brazos, mientras éste me acariciaba, y con leves incitaciones me hacía avanzar patinando como sobre un soplo de aire. Cuando el sol yacía allá arriba, en el exterior, las aguas se volvían negruzcas, y desaparecían; aunque todavía me rozaban mimosas, como reconociendo mis caricias y respondiéndolas con gestos zalameros. Entonces yo me agazapaba dejándome cubrir por ellas, y mi sueño se dejaba llevar por la inconsciencia de mí mismo. Me conducía  a la superficie,  donde me zambullía hacia el interior de las hondas omnipotentes del mar, y luego me hacia subir triunfalmente alzado por ellas, como victorioso tras la batalla librada.

Cuando reanudaba la marcha y comenzaba de nuevo a nadar, se me hacían tan familiares aquellos millares de gotas de agua que se adentraba en mí la inquietante impresión de conocerlas una a una; mas no podían ser las mismas que había dejado atrás, o quizás sí, quizás eran siempre aquellas mismas gotas transparentes las que me habían acompañado durante todo el camino que ya había recorrido. Puede que conforme yo iba avanzando ellas me fueran siguiendo fielmente, dejando atrás un pasado vacío que sólo yo recordaría, y que nunca más volvería a recorrer.

En ocasiones, cuando hacía un alto en el camino, intentaba escrutar aquella inmensidad acuosa. Me preguntaba a mí mismo cual era el camino que había de seguir, pero en aquella hondonada no existían caminos, ni senderos que se abriesen entre los cuerpos coralinos, que descansaban como adormecidos por el acunar de las aguas, sólo espacio, espacio que se adueñaba de la imperceptible lejanía creando un mundo desorientador, por el que podías desplazarte en todos los sentidos, sin llegar a saber en qué dirección lo hacías. Llegado a este punto de mi viaje, me conmovió un sentimiento desmoralizador, el silencio se me hizo tan penetrante que mis tímpanos retemblaron de dolor, cual desorbitada música fúnebre que tronaba ensordecedora, desde lo más profundo de mi ser. Una desproporcionada angustia se encarnó en mí. Miraba compulsivamente hacia uno y otro lado, intentando encontrar una vía acotada, una senda delimitada para poder fijar por ella mi andadura. Mas, la indeterminación de aquel espacio me cerraba las puertas sobre las cuales yo podía elegir guiar mis pasos en una u otra dirección.

Me quedé allí parado, y seguidamente me enfrenté a la indignante intuición de haber desaparecido, mi yo era ahora preso de aquel sentimiento de angustia que se había superpuesto sobre mi persona. Pensé que la mejor manera de librarme de aquel encantamiento era comenzar a nadar, no importaba la dirección en la que lo hiciera. Debía volver a reconocerme para identificarme conmigo mismo, no con el estado de pequeñez y desasosiego que había producido en mí la inseguridad de no encontrar un camino predestinado para mi andadura en aquel misterioso lugar. Entonces reconocí mis brazos, se movían conforme les informaba de mis propósitos, y mis pies, al unísono aleteaban cada vez más vigorosamente haciéndome avanzar y renovando mis esperanzas por conseguir las respuestas que ansiaba conocer sobre mí mismo y todo lo que me rodeaba.

Realmente el camino recorrido ya era muy amplio, y mi cuerpo, cansado, se desesperaba. En cambio, mi mente, a la vez que crecía la amplitud del trayecto dejado atrás, iba despertando relucientes expectativas sobre lo que habría de encontrar al final de mi marcha. Miles de floridas ilusiones abrían sus pétalos en un campo infinitamente poblado de éstas, y el sol, glorioso, despedía fulgentes rayos de luz haciéndolas brillar una por una con una descomunal intensidad. Ellas le contestaban radiantes, abriendo sus pétalos extasiadas, hasta ya no poder desplegarse más. Pero la sensación de abatimiento, de pesadez que mi cuerpo soportaba era tal que los pétalos iban cayendo al suelo, mi mente era incapaz de sostenerlos y entonces las flores se encontraban desnudas, a la intemperie de aquel viento que cada vez las agitaba con más fuerza, desafiante, manifestando ahora su poder destructor sobre ellas, que no podían hacer otra cosa sino mantenerse quietas y expectantes ante la amenaza que se ceñía sobre sus delicados cuerpecillos.

El agua se volvió una carga demasiada pesada para mi pequeña estructura. Así que, antes de que mi aliento me desanimara, decidí detenerme y descansar. Encajé mi cuerpo entre dos grandes rocas marinas que sostenía la arena, por miedo a que la marea me arrastrase y me pasease a su antojo sin haber consultado antes con mi razón; cerré los ojos y abandoné mi cuerpo, librándolo, por el momento, de aquella amenazante carga en la que se había convertido mi agotadora búsqueda por el fondo del océano.

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